27 de agosto de 2015

Zarangollo de Cieza


Que me gusta cocinar no es un secreto y que las verduras son la base fundamental de lo que como, tampoco (¡benditos vegetales!). Pero hay algo en el proceso que odio con todas mis fuerzas: el escurridor de verduras. Sí, el escurridor. Que diréis: "¿qué le pasa a la loca de los peines con el cacharro?". Yo os lo cuento todo. Para empezar, cuando me compré el escurridor (de plástico) no le presté mucha atención y al llegar a casa me di cuenta de que no tenía taladrados todos los agujeritos. Por supuesto me percaté una vez volqué encima las acelgas cocidas. Así que, puestas las acelgas en el plato, estuve un rato con un punzón haciendo lo que el fabricante no se molestó en hacer. Que me dieron ganas de buscar al dueño de "Escurridores S.A." y venderle un reloj sin manillas, a ver si le parece de recibo.
Aún así cada vez que cuezo verduras de hoja y las echo en el escurridor sé que lo viene después me hará rasgarme las vestiduras y mutar de color verde al estilo Bruce Banner-Hulk. ¡¿Por qué?! ¿Por qué tienen que quedarse trocitos de hojas atrapados entre los agujeritos del escurridor y dar vueltas dentro de él mientras le lanzas (con saña) el chorro de agua del grifo? Que para fregarlo le doy más vueltas al artefacto que un perro buscando sitio para tumbarse. Soy consciente de que es una tontería, que no es para tanto, pero me supera dedicarle más tiempo a lavar el escurridor que a comerme las acelgas. Y no os digo nada si son espinacas. Eso no se lo deseo ni a la señorita del Inem que me atiende (y se lo merece más que nadie en el mundo).  
Desde aquí quiero hacer un llamamiento a los señores de "Escurridores S.A.": inventen un escurreverduras que desintegre por combustión espontánea los resquicios, al estilo horno pirolítico.
Como sé que la posibilidad de que eso suceda pintado en un eje cartesiano tiende a cero, me voy a apuntar a clases de bailes del mundo para que cada vez que tenga que fregarlo y me fastidie pueda bailar algo distinto (porque dejar de comer verduras de hoja no es una solución factible).

Lo bueno es que existen más verduras y hortalizas. Y dada mi afición a la cocina murciana, que parece mentira que no haya pisado esa tierra jamás, os traigo una receta sin sufrimiento de escurridor. Zarangollos en Murcia hay unos cuantos y a mí me encantan todos, pero concretamente éste me apasiona. Este verano Cieza ha salido bastante en los medios de comunicación por la desgracia que todos los veranos asola España: los incendios. Pero a mí me gusta mucho más pensar en Cieza por su zarangollo. Y por eso, y porque esto está de menú del Ritz, comparto la receta con vosotros.


Para dos raciones

500 g de calabaza
1 cebolla
5 ñoras (que previamente habremos hidratado)
sal y aove

Picamos la cebolla, las ñoras y la cortamos calabaza en brunoise (dados). Calentamos el aceite y añadimos la cebolla. Una vez esté blanda echamos las ñoras e inmediantemente (antes de que se nos quemen) la calabaza. Salamos. Cocinamos a fuego bajo durante una hora removiendo de vez en cuando. Servimos y ¡a comer!

Leche de avena


La mayoría de los días no ha salido el sol y ya estoy con el ojillo entreabierto. Sólo hay una cosa que me hace dar un salto de la cama: ¡café!. Aunque tengo que confesar que mi época de esplendor en la que me bebía 6 cafés al día sin pestañear pasó a la historia. Que me daba igual que fueran las 10 de la noche, me lo bebía y punto. Luego me iba a la cama y dormía tan tranquila. Yo creo que estaba inmunizada a la cafeína. Pero, de repente, el maldito decidió empezar a hacerme efecto. ¡A buenas horas! Recuerdo aquellas noches de estudio con el termo de café que bajaba y bajaba, del vaso a mi barriga, como el que veía llover. Terminaba por irme a dormir con un litro de café por mis venas que más que café parecía valeriana.
Casi a la par de que el café comenzara a decidir activarme el cerebro, la leche de vaca pensó que también sería una buena idea darme una ligera intolerancia. Así que de repente me encontré con un pack 2x1 indivisible de activación nerviosa con dolor estomacal. Teniendo en cuenta que el café casi siempre lo tomo con leche me topé con un disfrute digno de un marajá.

Afortunadamente si voy alternando la leche de vaca con otro tipo de leches y bebidas que la sustituyen voy controlando el tema bastante bien. El problema es que en el mercado tienen un precio que no merece la pena pagar. Así que excepto la leche de cabra, que no me voy a poner a pastorear cabras in the city (aunque sería un éxito que ni Georgie Dann con su barbacoa), las bebidas vegetales las suelo hacer en casa. Más ricas, más baratas y sin tanta historia química, que también se agradece. 


Para unos 800 ml

1 litro de agua mineral
150/200 g de copos de avena
miel, azúcar o edulcorante al gusto

En la jarra de la batidora echamos los copos de avena y cubrimos con agua. Dejamos reposar toda la noche en la nevera o al menos tres horas a temperatura ambiente. A continuación añadimos el resto del agua y el endulzante que queramos. Trituramos con la batidora. En un colador, con una gasa, filtramos el líquido. Nos deben quedar en la gasa los copos de avena triturados que podremos utilizar para hacer galletas, por ejemplo. El líquido obtenido es la deliciosa bebida de avena. ¡A disfrutar!

20 de agosto de 2015

English Muffins


Lo sé. No tengo perdón de los dioses del bosque. Afortunadamente hay más dioses que judías, digo yo que alguno me perdonará. Que sí, que estamos en periodo estival y la gente se va de vacaciones pero, en general, se avisa. Pensaréis que llevo de vacaciones un mes. Pues no. Estuve una semana en Asturias y el resto del tiempo abanicándome la barriga tirada en el sofá con el cerebro derretido en Babia (que, por cierto, limita al norte con Asturias). Así que os pido disculpas infinitas por el mutis. Excusatio non petita, accusatio manifesta.

El caso es que aquella semana en Asturias fue una maravilla. Me puse fina a pan (¡qué panes!) y me traje un cargamento de nueces, avellanas, harina de escanda, queso Gamoneu (que ya disfruta de otra vida en la red de alcantarillado público), litros de sidra (hay un pan de sidra esperando en mi cabeza) y, por supuesto, no sé cuántos kilos de más. No me traje una vaca de los lagos principalmente porque no me iban a dejar meterla en el autobús (sólo por eso, no os vayáis a pensar). Habría sido el mejor souvenir de todos. Allí se quedaron pastando mientras yo me alejaba con una lágrima en la mejilla mirándolas de soslayo, como si la cosa no fuera con ellas. Tendrán cuatro estómagos, pero no tienen corazón.
Entonces una vuelve a Madrid y le caen encima los ardores castellanos. Si fueran de barriga me tomaba un Almax, pero como no le tire un Almax a las nubes (el día que las hay) como si fueran peladillas en una boda no se me ocurre qué más hacer cuando hace tanto calor. Por fortuna parece que estamos de respiro y la deconstrucción de Derrida-Arzak está desaparenciendo de mi materia gris.

Retomo (¡por fin!) las andanzas de (Sancho) Panza y os traigo unos panecillos dulces típicos del mundo británico. Están tan buenos y bajan tan bien a cualquier hora por el gaznate que el tema de tomarlos exclusivamente para desayunar no entra en mis esquemas. Se suelen untar con mantequilla, pero cualquier cosa les va bien: mermelada, crema de chocolate y avellanas, queso... lo que se os ocurra. He variado la cobertura del panecillo. La versión rigurosa lleva harina de maíz espolvoreada pero, sinceramente, yo prefiero pintarlos con miel porque un dulce (más) no amarga a nadie. Eso al gusto. Así que, si os animáis a enchufar el microinfierno con puerta de vuestras cocinas, ¡aprovechad! (No sé qué me pasa hoy que estoy un poco plasta con el paralelo teológico).


Para 8 ó 9 unidades

450g harina panadera
30 g harina de arroz
7,5 g de sal
5 g de levadura seca de panadero
2 g de azúcar
350 ml de leche a temperatura ambiente
15 g de mantequilla fundida
miel disuelta en un poco de agua para pintar (opcional)




Mezclamos la harina panadera, la sal, la levadura y el azúcar con la leche. Amasamos 10 minutos. Añadimos entonces la mantequilla y amasamos unos 5 minutos más. Tapamos la masa con un paño húmedo y dejamos levar una hora. La sacamos y la aplanamos con un rodillo dejando, aproximadamente, un centímentro de grosor. Cortamos con un molde redondo porciones. Espolvoreamos la bandeja del horno con harina de arroz y colocamos los muffins que previamente habremos pintado con la miel. Dejamos fermentar una media hora. Precalentamos el horno a 180º. Introducimos después los muffins y dejamos cocer unos 20 minutos hasta que estén dorados. Sacamos, dejamos que se enfríen y ¡a disfrutar!

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